Nosotros los asesinos
Una característica del felipismo, esa égida socialista de 14 años sin ruptura
democrática, fue el compromiso con la derecha para no “remover el pasado”.
Desalojado del poder por méritos propios (GAL, Fondos Reservados, ofensiva
antisindical, etc.) y ajenos (frentismo facha
político, mediático y empresarial), Felipe González reconoció sotto voce que esa, la del
silencio cómplice, fue una de las promesas que le arrancó el fallecido general
Manuel Gutiérrez Mellado. Un mirlo blanco para los nostálgicos, porque si la
transición se había iniciado con una amnistía general (no a la UMD, claro está,
porque recordaba demasiado a los capitanes del 25 de abril portugués) que en
realidad era un salvoconducto para el bando nacional, su ratificación por uno
de los partidos víctima de la represión significaba de hecho una auténtica ley
de punto final para quienes colaboraron con la dictadura. Y eso es lo que
supuso en la práctica la “modélica” transición: que las víctimas pedían perdón
a los verdugos. Jodidos y agradecidos.
Hubo, pues, durante
bastantes años un statu quo que se concretó en la ausencia de acusaciones
mutuas en cuanto a los orígenes cuestionadamente democráticos del invento.
Izquierda y derecha, como en las misas, se habían dado la paz y todos tan
contentos. Los archivos oficiales, abiertos a investigadores e historiadores lo
estaban sólo con cuentagotas (verbigracia, control y orientación de sus
pesquisas en la línea de lo políticamente correcto), permitieron trampear la
cuestión y que obrara el milagro de una “vuelta a la democracia” perpetrada
sobre el olvido del estigma que Hanna Arendt denominó “banalidad del mal”. Eso ayudó a esculpir
biografías ejemplares sobre la trayectoria rectificada de personas que se
situaban justo en el punto medio equidistante del vaivén dictadura-democracia,
el famoso viaje al centro. De esta forma, lo encomiable no fueron las vidas de
aquellos hombres que habían resistido a Franco y sus esbirros y luego asumido
sin odio la trágala reformista antes de ser preceptivamente ninguneados. Al
contrario, el paradigma se situó en las experiencias de quienes habían sido
pilares entusiastas, en teoría y praxis, del criminal régimen fasci-franquista y más tarde, cuando el eje perdió la
guerra y el mundo pudo valorar la atrocidad del holocausto, se convirtieron en
ardientes defensores de la democracia. Ergo el caso prístino del ex nazi
Dionisio Ridruejo. A esos, la izquierda en el poder
les impuso galones y credenciales, y para los otros decretó un compasivo
olvido.
Pero como en realidad la
relación de fuerzas no se había modificado sustancialmente sobre lo que fue el
mapa de dominio político durante el franquismo, la cultura-ideología dominante
siguió siendo la de la clase dominante, que era en sustancia la de las sagas de
la dictadura. Esto hizo que estrategas y planificadores de la derecha, con el
impagable auxilio de la estulticia de la mansa izquierda, comenzaran a rescatar
para la ya narcotizada audiencia de dos generaciones en barbecho de verdadera
conciencia histórica, una edición de la Causa general acorde con los tiempos.
La consigna era que ellos, los afectados e infestados, nos contaran cómo pasó.
Y en tamaño despropósito se afanaron medios de comunicación, iglesia,
fundaciones, banca y cátedras universitarias en misiones pedagógicas a favor
del lavado de cerebro. El resultado está a la vista, 30 años después del óbito
franquista la ignorancia de su maldad (vulgo “banalidad del mal”) permite que
políticos como Manuel Fraga y Jaime Mayor Oreja reivindiquen aquellos tenebrosos
años, la iglesia enarbole los valores de otra cruzada y los ultras
ocupen la vía pública con reclamos contra la “escoria” de la inmigración que ha
sacado las castañas del fuego a los gángsteres del boom
inmobiliario. Cuéntame cómo paso y te diré de qué careces.
Esto hasta ayer. Con la
aprobación de la Ley de Memoria Histórica (LMH) por parte de la izquierda
instalada hemos ido de la nada a la más absoluta miseria. Al margen de algunos
guiños y monsergas, la LMH debe interpretarse como la segunda autoamnistía llamada a cerrar el ciclo para descartar
cualquier exigencia de responsabilidad, en momentos en que una supuesta
justicia universal es utilizada por los tribunales españoles para hacer imagen
de marca contra Videlas y Pinochets.
Era preciso que la juventud que no vivió la transición y estuvo ajena a sus
pactos secretos (los que trajeron la monarquía de Franco y denostaron in
artículo mortis la República y su código ético
ciudadano) signaran también el nuevo juramento de Santa Gadea.
Aquel esbozo de Ley de Punto Final nom nato del “felipismo” se elevaba finalmente a los altares de la
democracia coronada con una ley de nueva planta de auténtico Punto Final que
incluía como banderín de enganche el reconocimiento del martirio y asesinato de
personas por razón de sus creencias religiosas. Es decir, la LMH reconoce urbi
et orbi que el golpe de Estado militar que trajo la guerra civil y produjo la
dictadura fue una Cruzada, catalogando como patrimonio artístico las placas a
favor del Alzamiento que adornar los muros de las iglesias. ¡Fuera de nosotros
la funesta manía de pensar!
Claro que, como ocurre
con la bulimia, el revisionismo no tiene límites. Sobre todo cuando intenta
maquillar imprescribibles delitos de lesa humanidad.
No hay verdadera Ley de Punto Final si no se finaliza culturalmente, punto por
punto y con la ley en la mano, con aquellos incómodos adversarios que recuerdan
los crímenes fundacionales. Esa es la razón de que al parpadeo de un inicial
revisionismo haya sucedido el revanchismo descarado. Estamos a punto de
“consensuar” una nueva Causa General que sitúe en la diana de la
responsabilidad de todas las barbaridades de la guerra sobre aquellos que no
sólo lucharon sin remilgos por un república auténticamente social (“democrática
de trabajadores de toda clase”) sino que incluso tuvieron el cuajo de refutar
la aclamada transición y los benéficos Pactos de la Moncloa.
Me refiero fundamentalmente al movimiento libertario y a toda esa miríada de
gente de la izquierda resistente desbordadora de un
Partido Comunista franquiciado por el consenso
cortesano.
Y cómo no hay mejor cuña
que la de la misma madera, la estampida se ha iniciado desde las filas de la
izquierda nominal. El libro de Javier Martínez-Reverte, La batalla de Madrid,
acusando, vía acta encontrada en los archivos de la CNT, de haber sido los
anarquistas los responsables de Paracuellos, las
inventivas de Antonio Elorza sobre el diario
anarcosindicalista La Tierra y los espasmos descontextualizadores
de Santos Juliá sobre Casas Viejas, han inaugurado, malgre lui, el género guillotina
que la extrema derecha acariciaba. Esta vuelta de tuerca a la tradición
historiográfica, mutatis mutandis,
asocia en resultados a investigadores de perfil progresista con propagandistas
de la dictadura como la escuela-akelarre de los Pío Moa y Cesar Vidal.
Y como no hay dos sin
tres, la saga contrafactica, conveniente empotrada en
la prensa con reportajes sesgados y reseñas tremendistas, está teniendo
continuidad en otras revelaciones editoriales como el libro de Miquel Mir Diario de un anarquista anarquista,
o el tratamiento editorial dado en los medios al cortometraje sobre la vida de
Felipe Sandoval (“El verdugo anarquista”), un energúmeno de ínfulas ácratas al que el propio escritor Eduardo de Guzmán desenmascaraba
para la posteridad en el libro Nosotros los asesinos, obra con título
irónicamente inculpatorio donde se relatan
pormenorizadamente las torturas, vejaciones y purgas a que fueron sometidos los
vencidos en comisarías, cuartelillos, prisiones y campos de exterminio
franquista, todo por Dios y por la patria . Un cronista que titulaba su nota
periodística Las patrullas de la FAI, comentando el libro de Jordi Alberti El silence de les campanes, decía sin asomo de inflexión hace unos días en La
Vanguardia: “Se trata de la crónica de uno de los acontecimientos más negros de
la historia reciente de Catalunya donde fueron
ejecutados un tercio de los 6.818 religiosos asesinados en territorio español.
Este dato lleva a Alberti a concluir que lo ocurrido en Catalunya
y en España no tiene parangón en la historia. Ni la revolución francesa, ni la
soviética, ni la maoísta tuvieron un comportamiento comparable en lo que hace a
la persecución y muerte de religiosos”. Como suena. Y uno que creía que un tal Georges Bernanos había escrito a la viceversa un libro titulado Los grandes cementerios
bajo la luna.
Pero la noticia debería
ser otra: que hoy, 70 años después de la victoria-holocausto de Franco, tras
casi 40 de régimen dictatorial y unos 30 de constitucional se argumenta que los
asesinos fueron sus víctimas y no lo verdugos. Ya no cabe duda: fuimos
derrotados por los fascistas en defensa de la legalidad republicana; sufrimos
persecución por la justicia franquista y ahora, en esto que llaman democracia y
algunos creemos que aún no lo es, vuelven a colocarnos en la picota. Pobre, Durruti, eligiendo secretario a un mosén (Jesús Arnal) para protegerle y de paso dar ejemplo. Pobre Simone Weill, la filósofa
cristiana que acudió desde Francia junto a las malicias anarquistas de Aragón.
Pobre Melchor Rodríguez, el faista que recién
nombrado director general de prisiones se jugo la vida pistola en mano acabando
con las sacas de quintacolumnistas. Pobre, en fín,
Abad de Santillán, el también dirigente de la FAI que, tras derrotar a los
militares golpistas en Barcelona, no quiso ocupar el poder en Catalunya como le ofrecía Companys.
Nosotros, los asesinos.
Radio Klara http://www.radioklara.org/spip/spip.php?article452